¿Qué pasa cuando lo que debería sanar termina esclavizando?
El dolor es el síntoma más frecuente en la población adulta. Lejos de ser una mera sensación física, representa una experiencia subjetiva, compleja y única, determinada por la interacción de factores biológicos, psicológicos, sociales y económicos. En ciertos casos, esta sensación se mantiene más allá del tiempo habitual de recuperación o persiste por más de tres meses, dando paso al dolor crónico.
En Chile, cada vez más personas viven atrapadas en una paradoja dolorosa: para aliviar un sufrimiento físico, terminan enredadas en una nueva forma de dependencia. Es la otra cara del dolor crónico, esa condición que afecta a uno de cada tres adultos mayores del país y que, sin embargo, seguimos tratando con soluciones de corto plazo y consecuencias de largo aliento.
Cuando no hay acceso a tratamientos integrales ni apoyo interdisciplinario, la receta más rápida se convierte en rutina. Analgésicos, opioides o benzodiacepinas para dormir mejor o calmar la ansiedad. El botiquín se llena y la autonomía se vacía. Y lo más inquietante: esta forma de adicción rara vez se nombra como tal.
Un estudio realizado en el Hospital del Trabajador de Santiago mostró que casi un tercio de los pacientes con dolor crónico no oncológico presentaba riesgo significativo de uso indebido de opioides, y muchos llevaban más de 32 meses bajo tratamiento continuo. En otras palabras, medicamentos diseñados para un uso breve se transforman en una trampa sostenida, sin monitoreo ni alternativas reales.
Esta dependencia es silenciosa, pero no inocua. Se aloja especialmente entre mujeres, adultos mayores y personas con enfermedades neurodegenerativas. Y no se discute. Hablamos de salud mental, pero seguimos ignorando los circuitos de prescripción continua que generan sufrimiento nuevo en lugar de alivio. Existe creciente evidencia de que la prescripción prolongada de medicamentos sintomáticos para el dolor —como tramadol, benzodiacepinas y relajantes musculares— está en aumento en la región, particularmente en contextos donde existen barreras para el acceso a tratamientos multidisciplinarios.
Necesitamos otra mirada. Una que entienda que el dolor no es solo un síntoma, sino una experiencia biopsicosocial que exige más que una receta. Invertir en educación médica, ampliar el acceso a terapias no farmacológicas y romper con el hábito de silenciar el dolor a punta de medicamentos no es solo recomendable: es urgente.
La medicina debe sanar, no domesticar. Y el alivio, cuando se vuelve esclavizante, deja de ser alivio.