Las guerras no terminan cuando callan las armas. Siguen vivas en los cuerpos de quienes las sobrevivieron, y, como sabemos hoy, también en sus hijos y nietos.
Debido a mi trabajo de investigación en el Instituto Latinoamericano de Salud Cerebral de la Universidad Adolfo Ibáñez,, he seguido de cerca estudios que exploran el impacto de la migración forzada, el hambre y la violencia de guerra. Todos coinciden en algo: dejan cicatrices invisibles en el cuerpo humano. No hablo sólo de recuerdos, ni de relatos familiares, sino de huellas biológicas: marcas químicas en nuestro ADN que se comportan como cicatrices microscópicas. La ciencia las llama modificaciones epigenéticas, y en casos como los de esta columna, funcionan como un marca-páginas que madres y padres dejan en sus descendientes.
Una herencia que no se ve
Un estudio reciente con familias sirias refugiadas en Jordania, observó que madres, hijos y nietos mostraban alteraciones epigenéticas asociadas a la violencia de guerra vivida (Mulligan et al., 2025). Lo más llamativo fue que los niños nacidos de madres expuestas a violencia durante el embarazo parecían envejecer más rápido de lo normal. Su “reloj biológico” corría con más prisa que el calendario. Este estudio propone que el impacto biológico del trauma psicosocial se puede heredar a las futuras generaciones a través de modificaciones epigenéticas.
Las hambrunas que nunca se olvidan
Un fenómeno similar se documentó en Europa. Durante el invierno de 1944, conocido como la “hambruna holandesa”, la población sobrevivió con raciones mínimas. Décadas más tarde, los descendientes de mujeres embarazadas en ese periodo presentaban mayor riesgo de enfermedades metabólicas y cardiovasculares (Heijmans et al., 2008).
Algo parecido ocurrió en Asia. En China, tras la gran hambruna de 1959–1961, los nietos de quienes sobrevivieron mostraban mayor propensión a obesidad y diabetes tipo 2 (Li et al., 2017). El hambre de los abuelos se convirtió en una marca biológica para sus nietos.
El presente importa tanto como el pasado
No todo está escrito en la herencia. El entorno en el que se reconstruye la vida después de la guerra también marca la diferencia. En un análisis internacional de más de 160 mil personas en 40 países, se encontró que la desigualdad económica, la contaminación ambiental y la falta de representación política aceleran el envejecimiento (Ibañez et al., 2025).
El contraste fue evidente: en sociedades más estables y equitativas, la gente tendía a envejecer de manera más saludable. En países con pobreza extrema o instituciones frágiles, el cuerpo parecía desgastarse más rápido.
Las historias que viajan en silencio
Podemos pensar que el trauma termina con quienes lo vivieron. Pero lo que muestran estos estudios es lo contrario: la experiencia de una abuela puede moldear la vida de su nieto. Una mujer que sobrevivió a la hambruna o a la violencia durante el embarazo transmite más que recuerdos: transmite cicatrices biológicas.
Nuestro ADN, en este sentido, funciona como los anillos de un árbol: guarda en sus capas internas las huellas de las sequías, incendios o tormentas que atravesó el bosque.
Entre la herencia y la esperanza
Algunos podrían pensar que esto nos condena. Si la guerra y el hambre se heredan, ¿qué posibilidad queda de escapar? Pero las investigaciones también abren una ventana de esperanza: estas marcas son, en muchos casos, reversibles. Tal como un entorno hostil puede grabarlas, uno protector puede suavizarlas o incluso borrarlas.
El pasado puede marcar, pero el futuro se escribe en cada decisión de hoy. No estamos condenados a repetir las cicatrices; podemos transformarlas en resiliencia. Invertir en condiciones dignas de vida, en acceso a salud y en sociedades más equitativas no es solo un asunto de justicia social: es también una forma de sanar la biología de generaciones enteras.
Una columna sobre la responsabilidad compartida
Pienso en los refugiados sirios, en las familias que cruzaron Europa tras la Segunda Guerra Mundial, en los campesinos chinos que sobrevivieron a la hambruna. Todos cargaron cicatrices invisibles que los avances científicos de hoy nos permiten medir. Pero también pienso en el poder que tenemos, como sociedades, de decidir si esas cicatrices se transforman en condena o en resiliencia.
Las cicatrices invisibles de la guerra existen. Pero también existe la posibilidad de escribir una historia distinta. El futuro de nuestros hijos no depende solo de lo que heredamos, sino de lo que somos capaces de construir hoy. La pregunta es sencilla y a la vez enorme: ¿qué marcas queremos dejar inscritas en los cuerpos de quienes vendrán después de nosotros?